Testimonio

Dar testimonio de la esperanza en medio de la desesperanza

P. Jean Denis Saint Félix, SJ P. Jean Denis Saint Félix, SJ

Aunque nací y me crié en Haití, no fui plenamente consciente de las atroces realidades de mi pueblo hasta que en noviembre de 1993 salí del país hacia Panamá, donde viví dos años como novicio.

Allí conocí el contraste más intenso que he visto en mi vida. A tan solo una hora de Punta Paitilla, uno de los lugares más lujosos de la Tierra, había una pequeña comunidad llamada Primavera, donde hasta el agua potable era un lujo. En Boquete, Panamá, en la provincia de Chiriquí, trabé relación con un pueblo indígena tranquilo, pacífico y sumamente civilizado, los ngöbe, a quienes el resto de la población de Centroamérica casi no consideraba humanos, lo que los convertía en víctimas de humillación y discriminación.

En El Salvador me conmovió la enorme división social y las múltiples cicatrices causadas por la guerra civil de la década de 1980. Nunca había visto tantos discapacitados, la mayoría de ellos lisiados durante la guerra. Durante cinco años trabajé en la provincia de Chalatenango, donde al menos dos miembros de cada familia estaban desaparecidos. Habían sido tragados por la mortífera engrenage (espiral) de la maquinaria de guerra.

En Honduras tuve oportunidad de trabajar con los garifuna, una comunidad totalmente olvidada por el Estado hondureño y con escaso acceso a la educación básica y demás servicios. A la sazón, la sociedad hondureña se hallaba desgarrada por la violencia armada. Había armas por doquier, y ello representaba una verdadera amenaza para la paz y el desarrollo.

Cuando regresé a Haití, estaba adecuadamente equipado para entender la explosividad de la violencia estructural basada en el inmenso y escandaloso abismo existente entre una diminuta minoría que posee los bienes y recursos del país y una vasta mayoria que lucha día tras día por la supervivencia. Los haitianos son básicamente rehenes de la élite política, económica e intelectual, que impone la corrupción, la indecencia y la impunidad como la única norma en la isla. También es imposible no sentirse extremedamente perturbado por el inhumano tratamiento que mis hermanos y hermanas haitianos reciben todavía hoy en los bateyes (comunidades rurales surgidas en torno a la explotación de la caña de azúcar) de la República Dominicana. En la actualidad desempeñó mi ministerio en Estados Unidos y estoy indignado por la historia de discriminación racial que sigue caracterizando a la sociedad estadounidense.

Me enoja la humillación, la miseria, la injusticia y la violencia en las que la mayoría vive su vida diaria. En estos lugares, “esperanza” es la mayor parte del tiempo una palabra muy difícil de pronunciar sin sentir que uno está insultando a la gente.

Sin embargo, en medio de estas realidades incalificables, siempre me sentía consolado, en primerlugar, por la valentía y la gratitud, la fe y el amor, la innata bondad y la genuina solidaridad de todas las personas a las que he servido. En segundo lugar, me edificaba y todavía me edifica hondamente el compromiso radical de personas como monseñor Óscar Romero, Ignacio Ellacuría y sus compañeros o Dean Brackley en El Salvador; el testimonio del P. Juanito en Honduras; y la discreta y afectuosa presencia del P. Godefroy Midy y el P. William Smarth entre las gentes de Haití. La honestidad y sencillez del papa Francisco, así como su enfoque pastoral, constituyen asimismo para mí una inspiración real y llena de fuerza.

Sigo luchando y orando por una sociedad más justa y más humana. Cada vez percibo con mayor claridad la necesidad de responder a la llamada de la Iglesia y de la Compañía para participar en el esfuerzo por recomponer relaciones entre seres humanos de todos los orígenes, sanar nuestras relaciones con la naturaleza y, obrando así, vivir de forma más armoniosa con Dios el creador.

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Publicado por Yousef
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